miércoles, 30 de mayo de 2007

Igual que antes


Tus manos eran blancas, largas y firmes. Yo las veía estirarse sobre la mesa tomar la hoja de papel, acomodarla, acariciarla, como si estuvieras enamorado de ella. Y hasta le tuve envidia, te lo confieso.
Tus ojos eran dulces, de mirar cálido, confidente. De vez en cuando, se volvían hacia mi y me dedicaban un retacito de ternura. Pero de inmediato, volvías a desviar la mirada: no fuera que se me ocurriera alguna interpretación apresurada, tal vez demasiado audaz, de la intención de tu mirada.
Tus labios eran finos, se estrechaban de tanto en tanto para dar forma a una sonrisa, una sonrisa que ojalá hubiera estado dedicada pura y exclusivamente a mí. Esa sonrisa tuya tan bella, que te transportaba al tiempo aquel en que nos cruzábamos a diario en la puerta de tu casa, cuando intercambiábamos un breve saludo, que siempre acompañabas con un movimiento de cabeza, y yo me quedaba allí, buscando detener el tiempo mientras tu automóvil se alejaba para doblar en la esquina, rumbo a tu trabajo.
Tu cabello era fino, delgado, y caía sobre tu frente para forzarte a levantar la mano y volver a colocarlo en el sitio que, obstinadamente, te habías empeñado en destinar para él.
Tu voz, cálida, tierna, amable, de inflexiones gentiles y generosas, llegaba hasta mí como los acordes de una música inolvidable, guardada en algún recóndito rinconcito de mi alma. Tu voz, al igual que antes, conserva inalterable su poder de emocionarme.
(¿Será posible? No puede ser, me dicen, si las voces se van engrosando con el tiempo, adoptan tonos más graves, más severos, se van tornando viejas y cansadas, como sus dueños...)
¡Pero si vos nunca serás viejo! ¡Pero si yo nunca seré vieja!
Porque más allá del tiempo que ha transcurrido en nuestras vidas, más allá de las experiencias que hemos ido acumulando por separado, vos serás siempre vos, y yo, siempre la misma.
Seré siempre la que se enamoró aquel día lejano, hace ya tanto tiempo, cuando por primera vez me saludaste con un sencillo y amable: "buenos días".
Y te sigo mirando, delante de todos y sin que nadie lo perciba (al menos, eso creo...) como el hombre perfecto de mis sueños de jovencita, de mujer soñadora, de señora que no puede evitar caer fascinada ante el poder de los recuerdos.
Te miro, frente a todos, te escucho, te sonrío, y sin palabras, como antes, te sigo contando que te quiero.**

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