miércoles, 23 de mayo de 2007

Tristeza de una tarde de verano


Estoy triste. No sé por qué. No podría explicar el motivo si alguien me pidiera que lo haga.
Los que me ven desde afuera, dirán que tengo todo lo necesario en la vida para estar contenta.
Soy joven aún -sí, lamentablemente debo agregar la palabrita: "aún..."- no soy fea, dispongo de un apreciable caudal de inteligencia, una vocación bien desarrollada que me permite sublimar esos deseos condenados a la insatisfacción permanente que me acompañan como una cruz, una familia razonablemente sana y bella, gente que me quiere, gente que me aprecia, hasta gente que me admira...
Y sin embargo, estoy triste.
¿Será porque, como a casi todo el mundo, se me ocurre que sería lindo tener lo que no está al alcance de mi mano?
¿O será porque, como le ocurre a muchos, no puedo contarle a nadie los sueños que protejo como niños desvalidos, ocultos en el fondo de mi alma?
¿Será porque sospecho que la única persona que podría comprenderlos no debe enterarse de ellos?
¿Será porque estoy segura de que no puedo confiar a nadie la intensidad de ese fuego que me consume, que me devora, que me quita el sueño y convierte mi vida en un simple discurrir de fantasías inconclusas?
Hace calor. El calor es intenso, sofocante, y pesa sobre mis hombros agobiados por demasiadas decepciones, los abate, me convierte en una imagen lastimosa de la mujer llena de ilusiones que muchos me repiten que ven en mí.
Estoy triste, pero me veo obligada a disimular mi tristeza. A ocultarla. A esconderla como una marca ignominiosa.
Simplemente, porque mi tristeza es solamente mía.
Mi nostalgia es un bien mío, que nadie puede compartir. Ojalá alguien pudiera. Pero no puede ser.
Y mientras la tarde verano transcurre con su calor inmenso y agobiante, me pongo a llorar.

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