domingo, 7 de octubre de 2007

Regalos de amor


Una vez la mujer tuvo un amor que le obsequiaba bellísimos ramos de flores, fragantes y coloridas. Invariablemente, ella las recibía en sus manos, las miraba con placer, aspiraba su fragancia y las sostenía largo rato contra su pecho, sintiendo que de alguna manera las flores le transmitían la calidez de una amor que, si bien no compartía de la misma manera, le conmovía por su sinceridad inocultable. Luego, colocaba el ramo en un jarrón de cristal tallado, que ubicaba en un lugar visible de la casa, donde todo el que llegara pudiera admirarlas.
Con el tiempo, la relación fue marchitándose, de la misma manera que las flores con el correr de los días. A veces, ella tomaba alguna de las aquellas flores y las guardaba prensadas entre las páginas de un pesado libro, donde habrían de conservar, al menos, parte de su belleza original.
Una vez, la mujer tuvo un amor que la agasajaba regalándole cajas de bombones, envueltas en vistoso papel de colores. Ella las recibía con un brillo entusiasta en los ojos, la sostenía entre sus manos con aprecio, y finalmente, las abría con premeditada lentitud, hasta llegar al dulce contenido. Entonces, escogía uno de ellos, lo desenvolvía despaciosamente, y se lo llevaba a la boca, ante la mirada arrobada del aspirante a novio.
Con el paso de las semanas, aquella relación se fue disolviendo, como un trozo de chocolate en una boca ansiosa. Ella conservó las primorosas cajas, que utilizó para guardar las esquelas con palabras amorosas que habían acompañado cada obsequio.
Una vez, la mujer tuvo un enamorado que le expresaba su amor con costosas alhajas, alojadas en discretos estuches. Ella los recibía con un estremecimiento, imaginando el valor material de aquel obsequio, y cada vez que levantaba la tapa del estuche, sus ojos se extasiaban en el brillo dorado de su precioso contenido.
Al cabo de unos meses, el hombre perdió el entusiasmo por la relación y ella aceptó el alejamiento sin demasiada tristeza. En realidad, su presunto amor no había sido otra cosa que deslumbramiento. Devolvió la mayoría de las alhajas, aunque conservó el primer anillo y un par de aretes que le habían fascinado y lucía de tanto en tanto, en alguna ocasión especial.
Una vez, la mujer tuvo un amor maduro, sereno y gratificante, que le dio nueva belleza a su vida. El hombre nunca le obsequió flores, ni bombones, ni joyas; en cambio, le entregaba el regalo de su tiempo, su comprensión, su paciencia y el afecto silencioso de su mirada amable. El la escuchaba con atención cuando ella hablaba, respondía a sus preguntas y reía alegremente festejando sus bromas; la hacía sentir importante, valiosa, útil y necesaria. Con el paso de los días, la mujer fue recuperando su entusiasmo por la vida, su interés por sentirse bella, su deseo de hacer realidad nuevos proyectos e iniciar caminos hacia la esperanza. Recobró la sonrisa, la capacidad para la fantasía, la energía para la lucha y supo que podía amar aún sin esperanzas de ser amada de la misma manera.
Un día, la vida puso fin a aquel encuentro, porque el hombre tuvo que seguir su camino y ella continuó su rumbo. Entonces, agobiada por la soledad y la nostalgia, la mujer abrió el viejo arcón de los recuerdos y encontró el libro con las flores marchitas, aplastadas entre sus páginas. Las cajas con esquelas amarillentas con frases de amor joven. Los estuches revestidos de terciopelo, donde guardaba las apreciadas joyas. Pero no sintió nada especial al contemplarlos.
En cambio, los recuerdos que aquel hombre le había dejado estaban allí, guardados en su interior como tesoros invalorables, intensos, generosos y cálidos, entibiando su alma. Sin necesidad de palabras, supo que el mejor regalo recibido en toda su vida era el tiempo que “él” le había dado, compartiendo sus alegrías, sus dudas y sus tristezas. Y que, tal vez sin saberlo, los dos habían estado construyendo recuerdos que habrían de acompañarlos durante toda su vida.***

Insomnio


Caigo en mi lecho, rendida por un abrumador cansancio.
Las sombras me rodean, se acomodan, se quedan observándome como si mis preparativos para dormir fueran una interesante puesta en escena.
Hay un silencio cálido, cordial, que se va extendiendo sobre mi cuerpo como una caricia.
Comienzo a adormecerme, invadida por una placidez que hace tiempo no sentía, y de repente, el resplandor de un relámpago irrumpe a través de mi ventana. Detrás llega el retumbar del trueno, intenso, vibrante, sostenido. Y casi simultáneamente, comienza a caer la lluvia. El sonido constante y parejo me arrebata los últimos vestigios de sueño, me inquieta como una amenaza de peligro.
Ya no podré dormir. Con el desvelo llega la necesidad del pensamiento, y con él, una furiosa mezcla de recuerdos, nostalgia, decepciones, fantasías, sueños y deseos irrealizables.
Veo las sombras danzando inquietas, agitadas por el resplandor de los relámpagos. Se elevan, se esconden, se retuercen, se agigantan, pero se obstinan en seguir mirándome, interesadas, curiosas, alertas a todas mis reacciones.
Me estiro. Cruzo mis manos sobre el pecho y trato de relajarme. Giro hacia la izquierda, luego a la derecha. Suspiro. Un minuto después me agito, me estremezco, vuelvo a tenderme boca arriba. Son sólo tretas para no entregarme al pensamiento, para no dejarme invadir por las preguntas, la angustia de las dudas, y los miedos.
De tanto en tanto, miro los números luminosos del reloj digital que va marcando el paso del tiempo. Son las 2. Las 3. 3.45. Las 4....
El sonido de la lluvia se va haciendo más tenue. Los truenos son más breves, pero igual de fuertes y estremecedores.
Empiezo a sentir frío. Me cubro con el acolchado y por un minuto, me siento protegida.
El reloj da las 6. Pronto la primera claridad del día se mezclará con la torturante luz de los relámpagos que agitan las sombras. Entonces, tal vez, me podré dormir.

viernes, 31 de agosto de 2007

Viene de novia


Viene de novia y él la ve llegar erguida, caminando con pasos largos y decididos, la cabeza en alto, como desafiando la vida.

El orgullo es una bandera flameando en torno a su rostro. Pero no es el orgullo de la vanidad y la altanería: es el orgullo vital, sano, ingenuo y transparente.
Es el orgullo de atreverse a luchar a la edad en que otras aceptan la derrota.
De llenarse de sueños mientras otras se refugian en la resignación y la amargura.
Orgullo de haber hallado fuerzas para iniciar un nuevo camino cuando la mayoría se queda ovillando recuerdos.
Y orgullo por dejar que el amor le entibie el alma, a la edad en que otras se encierran en un universo de nostalgias.

Es el orgullo del valor, de la fuerza, de la tenacidad para superar miedos y prejuicios. Orgullo de estar viva.

Viene de novia, con el rostro radiante, y en los ojos, una mirada luminosa. Una sonrisa nace en los labios y se extiende en cada uno de sus músculos faciales, se convierte en un halo de diáfana y conmovedora belleza.

Viene de novia, y se le nota por la cuidada combinación de colores que ha puesto en su ropa, pensada para agradar al hombre, para encantar al amor y atraparlo en un lazo de seducción ingenua y tierna.

Viene de novia, radiante. Todo en ella habla de ternura, de pasión, de un deseo que atesora, oculto y protegido, en su alma de mujer madura que la magia del amor ha transformado, otra vez, en una adolescente.

Viene de novia, al encuentro del hombre se siente amado y no se atreve a creerlo.
El hombre que piensa que es tarde, que es imposible, que es increíble, absurdo, insensato, ridículo. Pero la ve llegar y su corazón se estremece. Entonces, se coloca la máscara de la amistad, se parapeta detrás de las murallas de la cortesía y de la displicencia.

Ella no le cree. Lo mira de frente, le sostiene la mirada, le sonríe con los ojos, protegida por la soberbia convicción de que él, finalmente, aceptará su amor.
Segura de que, alguna vez, las barreras trabajosamente levantadas por el hombre, serán derrumbadas y él extenderá su mano para tomar las suyas y le dirá que la ama.***

jueves, 16 de agosto de 2007

Requiem para un sueño


Requiem para un sueño

Se está muriendo mi sueño. Se me muere de a poco, lenta, silenciosa, dolorosamente. Yo lo veo morir, y no puedo hacer nada.
Nació hace un año apenas, pequeño, frágil, vulnerable; pero yo lo amaba y con mi cuidado conseguí hacerlo fuerte y verlo crecer.
A los dos meses era como un bebé lleno de vida, alegre y vigoroso, que despertaba afecto a quien lo viera. Al poco tiempo, se fue convirtiendo en un niño bello, fuerte y vital, que saltaba para esquivar los charcos del camino y zigzaguaba entre dificultades y problemas, siempre con la sonrisa intacta y una alegría diáfana y contagiosa.
Después, se fue asentando, como un adulto que comienza a cobrar entendimiento de la vida. Se fue haciendo sereno, firme, luminoso; un sueño que a la vez era refugio de angustias y consuelo de penas escondidas, un sueño de palabras propias, de anhelos tangibles y reales, un sueño casi convertido en realidad.
Pero algo le ha pasado a mi sueño. Algo le ha ido quitando las fuerzas, cortándole las alas, apagando las luces que le permitían orientarse en su andar por el mundo.
Ahora, mi sueño se ha ido encogiendo, como un anciano que se aproxima a la hora de la muerte. Ya no se mueve. Apenas le quedan energías para seguir respirando. Está opaco, pálido, frío, desolado, quieto... agoniza mi sueño. De a poco, lenta, silenciosa, dolorasamente, se va muriendo.
Y yo me quedo aquí, mirándolo mientras se desvanece ante mis ojos. Y lo estoy despidiendo. Era mi sueño, y yo lo amaba.
Perdón, corrijo: aún lo amo. Por eso me quedo aquí, velando sus últimos instantes. Después, colocaré una flor en el espacio vacío que me deje, rezaré una oración de despedia, y me iré despacio en busca de algún sitio donde poder llorarlo.

lunes, 9 de julio de 2007

Los tiempos


Tanto tiempo planificando, programando, preparando...
Tanto tiempo imaginando lo lindo que sería que estuvieras conmigo ese día, acompañándome, escuchándome, sosteniéndome, alentándome, dándome valor y fuerzas con tu mirada atenta, y esa expresión solemne y concentrada siguiendo mis palabras.
Tiempo... Días y horas temiendo que me fallaras...y suponiendo mil posibilidades de reacción si me fallabas.
Enojarme. Llorar. Dejar de hablar. Negarme a verte. Ocultarme. Hacer reprochez. Silenciar la pena tras una ficticia indiferencia. Tratar de pagarte con la misma moneda...
Días de dudas y sospechas. Noches de anticipados enojos y lágrimas sin razón.
Y el hoy... el hoy luminoso de saber que el temor fue infundado.
Tiempo para confirmar que siempre pude estar segura de tu aliento. Que tu presencia me acompañó en todo momento, aun antes de la misma presencia corporal y tangible.
Tiempo para guardar en la memoria... tiempo para la evocación y la ternura...
Saber que estabas allí era mi fuerza. Saber que me mirabas, mi alegría.
Saber que me escuchabas, la fuente inagotable de energía para cada palabra.
Sentir que tu afecto me rodeaba, como un abrazo invisible y apretado, es algo más para agradecerle a esta vida que, de vez, en cuando “está tan bonita que da gusto verla...”

martes, 26 de junio de 2007

La felicidad es una mariposa


La felicidad es una mariposa, que gira incansablemente delante de nuestros ojos.
Una mariposa de colores vibrantes, alegres y brillosos, que aletea, gira, se aproxima y se aleja, provocadoramente.
De pronto, se detiene sobre el pétalo de una flor y parece que va a perpetuarse allí, aspirando su aroma. O se posa sobre el alféizar de una ventana, o sobre el marco de una puerta, o al borde de la mesa del jardín.
Y permanece allí, tan frágil, pero a la vez tan sólida en la fuerza que le da el disfrute de su libertad, al alcance de nuestras manos, entregándose, convocándonos en un silencioso.

Entonces, sucede que extendemos la mano y la tomamos, suavemente, respetuosamente, casi con miedo de dañarla. La miramos, con ojos afectuosos, amantes, dichosos... y la retenemos entre los dedos, sabiendo que si la soltamos volverá a marcharse, aleteando grácil y preciosa, en busca de un nuevo destino. Pero como no queremos renunciar a su belleza, buscamos como conservarla. Y solo encontramos un recurso: colocarla entre las páginas de un libro, un libro apreciado, amado, protegido y valorado, que se convertirá en su carcelero. Y en su verdugo, también. Porque allí morirá la mariposa, aunque conserve su forma y sus colores. Aunque nunca escapará, dejará de ser ese ser dichoso y frágil que deseábamos tener entre los dedos. Entonces, habrá dejado de ser la felicidad para nosotros y saldremos a buscar una nueva mariposa.

De repente


De repente, se me ocurre que vamos a encontrarnos en alguna calle de Buenos Aires.
Tal vez mientras esperamos el cambio de luces de un semáforo para cruzar una avenida.

O quizás, te lleve por delante cuando estás saliendo de un negocio.
O nos crucemos en alguna esquina, simplemente.

Se me ocurre que vamos a vernos muy cambiados. Los dos con kilos de más: vos, con menos cabello; yo, con más arrugas. Pero vamos a reconocernos, igual.
Se me ocurre que vamos mirarnos con el asombro de descubrir que aún podemos coincidir en los mismos sitios. Después nos daremos la mano, o un beso fugaz en la mejilla, como hace todo el mundo cuando se saluda.

Se me ocurre que tu voz va a ser la misma y mi sonrisa tendrá idéntica alegría que tenía entonces, y vas a decirme lo mismo que antes me decías para frenar mis fantasías: "por favor, no idealices, situaciones...".
Se me ocurre que vas a invitarme a un barcito para tomar un café juntos, como solíamos hacerlo.

Se me ocurre que vamos a formular preguntas obvias, elementales, previsibles: "¿cómo estás?", "¿qué fue de tu vida todos estos años?", "¿cómo están tus hijos?", "¿dónde estás trabajando ahora..?."
Pero habrá una pregunta que no me atreveré a hacerte, una pregunta que quedará escondida en un silencio, en el brillo de mi mirada, en el temblor de mis manos.
¿Has vuelto a enamorarte de otra mujer en estos años?
¿Has pensado alguna vez en mí, me has recordado?
¿Has sentido nostalgias de nuestros encuentros...?

Se me ocurre que vas a asombrarte de todo lo que tengo para contarte: que me divorcié, que volví a enamorarme, que me casé de nuevo, con un hombre que estuvo dispuesto a darme todo lo que no te atreviste a ofrecerme.
Te contaré que hice cosas que antes no había hecho, que trabajé y fui reconocida en mi trabajo, que fui aplaudida, que edité un libro y firmé autógrafos, que ofrecí charlas a jóvenes que me admiraban. Que comencé luchas impensables en aquella vida mía que conociste, hace ya tanto tiempo.

Se me ocurre que también tendrás muchas cosas para contarme. Pero, conociéndote, sé que no voy a sorprenderme cuando me entregues esa síntesis apretada y escueta que siempre supiste hacer de tu existencia. Y se me ocurre que sentiré la tristeza oculta en tu mirada, la nostalgia de tu voz y una pretérita ternura deslizándose en el apretón de mano de nuestra despedida.
Que me daré vueltas varias veces para mirarte, mientras te quedas viéndome partir, como hiciste siempre, aunque no sé si podrás sentir al menos algo de lo que sentías antes. Y que sentiré la misma tristeza y probablemente me preguntaré por qué tuvimos que encontrarnos nuevamente, después de años de vidas separadas, de distancia y de silencio entre los dos.

De repente, se me ocurre que mejor sería que no te encuentre nunca. Que sigas siendo un recuerdo. Un recuerdo evocado tiernamente, amablemente, cada vez que la vida me da tiempo para pensarte. *

miércoles, 13 de junio de 2007

Despedida


Me voy. Me voy por el mismo camino por el que llegué un día, con un año más de vida, un poco más cansada, algunas ilusiones menos y mucha tristeza.
Me voy. Me voy sintiendo que no hice lo suficiente, pero al menos por un tiempo puse lo mejor de mí para lograr que mis sueños se hicieran realidad. Estos sueños trasnochados, fantasiosos, quiméricos y hermosos, que enarbolé orgullosa e inútilmente durante tanto tiempo...
(Pero los sueños no siempre se hacen realidad. Los sueños son criaturas vivientes, que se gestan lentamente en nuestras entrañas y un día nacen sin saber si su vida será breve o extensa. Y, sobre todo, sin tener certeza de que pueden convertirse en realidad)
Me voy. Me voy despacito, pisando estas hojas de otoño que para algunos son bellas y para otros, no representan más que un trabajo añadido a las tareas cotidianas. Hojas que fueron vida, protección y amparo, y hoy se han convertido en alfombra crujiente bajo los pies del caminante.
(Caen las hojas, siguiendo el destino ineludible que les ha fijado la naturaleza, y los árboles extienden sus ramas desnudas como brazos suplicando una nueva vestidura. Que llegará, sin duda alguna, respondiendo al mismo destino, con el nacimiento de la primavera)
Me voy. Acepto que la vida me ha brindado un nuevo desencanto. Que la pena ha vuelto a convertirse en una compañera fiel y solitaria. Que los meses perdidos en la espera me han dejado un hueco en el alma, un hueco que ignoro cuándo volveré a llenar.
(Porque dicen que todos los espacios vacíos terminan siendo ocupados nuevamente, y los sueños frustrados siempre se reemplazan por otros que podemos generar. Tal vez a mí me ocurra lo mismo, alguna vez...)
Me voy. Me voy sin decir adiós, fingiendo una sonrisa y sin palabras. Simplemente mirándote a través de las lágrimas que siempre, obstinadas y celosas, se empecinan en acompañarme.
Me voy. Me voy pensando qué fácil hubiera sido retenerme, con solo extender la mano a tiempo. Si solo te hubieras atrevido a terminar con la complicidad de ese silencio obstinado, solemne, cobarde, mentiroso, que siempre compartimos. Si tan solo una vez te hubieras atrevido a buscar la libertad que se esconde detrás de nuestras verdades interiores y profundas.
(Pero la libertad es un desafío imponente y a veces elegimos el espacio acotado y reducido que nos ofrece el mundo real. Y entonces, matar los sueños se convierte en un pecado menor que ni siquiera se castiga con la cárcel)
Me voy. Me voy como un día llegué, sincera y adornada por el rubor de este amor escondido, profundo e inalterable. Me llevo conmigo esas palabras nunca pronunciadas y las caricias perdidas.
Solamente eso quería decirte: que me voy.*

martes, 5 de junio de 2007

Encuentros en el laberinto


¿Cuántas veces nos hemos cruzado en este intrincado laberinto que es la vida?
Van surgiendo pedacitos de recuerdos y los voy ensamblando como las piezas de un rompecabezas, pero cada vez que va cobrando forma, aparece uno nuevo y debo recomenzar.
Pero recuerdo:
A veces, nos enfrentamos de repente, coincidiendo al doblar en alguno de esos senderos que se entrecruzan y cortan caprichosamente. Nuestras miradas se encontraba y siempre uno de los dos era el primero en desviarla, luego de saludarnos con un movimiento de cabeza.
Algunas veces, nos encontramos en un lugar circunstancialmente común. Entonces, hubo un brazo extendido y un fugaz apretón de manos, un "cómo-está", una sonrisa casi avergonzada y dos miradas eludiéndose para ocultar preguntas que ninguno se atrevía a formular. Después, cada cual retornaba a su mundo cotidiano.
Otras veces, nos vimos desde lejos, avanzando en dirección opuesta por un mismo sendero. Nos miramos tratando de fingir que no lo hacíamos, y cuando parecía que íbamos a rozarnos, te apartabas lo suficiente para eludir la posibilidad del contacto y continuabas con el mismo paso, luego de un saludo apenas musitado.
Algún día coincidimos en un espacio común y pareció normal que conversáramos, pero fueron palabras serias, formales, circunspectas, que no dejaban nada para ser evocado.
Otras, casi un milagro de audacia, nos detuvimos para intercambiar unas palabras amistosas, un comentario amable, un recuerdo que la vida se había empeñado en convertir en compartido. Pero siempre quedaron palabras escondidas en silencios, palabras asomadas en miradas elusivas, en sonrisas apenas esbozadas.
Entre cada encuentro el tiempo continuaba fluyendo, llevándose ilusiones y fantasías juveniles, y dejando las huellas que fueron modificando nuestro cuerpo, pero que no pudieron llegar a transformarnos. Por eso, a pesar del cambio gradual de nuestra imagen, seguimos reconociéndonos.
Eras vos, y era yo. O era "usted" y era "yo". Eramos.
Sentimos -yo sé que siempre lo has sentido- que había una fuerza irracional que nos atraía y que, obstinadamente, los dos nos esforzamos siempre en resistir. Supiste -estoy segura de que lo supiste- que te admiraba, que te sentía hermanado en algún sueño de esos que pocas veces te atreviste a mencionar, pero que yo fui descubriendo con un paciente trabajo de unir palabras y señales que habías ido dejando, queriendo y sin querer, a sabiendas o instintivamente, para que yo las encontrara.
Hubo momentos en que vi tus ojos iluminados por la luz de la revelación. Entonces, pensé que me estabas descubriendo. O redescubriendo. O reconociendo, después de haberme imaginado -porque yo sé que alguna vez me estuviste imaginando- y que ese reconocimiento te había deslumbrado.
Pero enseguida desviaste la mirada. Continuaste desviando la mirada, como siempre, como fue desde la primera vez que nos cruzamos en alguna parte del camino, hace ya tanto tiempo.
Me hablabas, me sonreías, me extendías la mano para un saludo que sólo una vez dejó de ser demasiado formal para tomar la temeraria forma de un beso en la mejilla, y siempre, inevitablemente, te empeñaste en establecer una distancia entre los dos. En esa distancia era como un vacío protector para alejarte del peligro de esa atracción que siempre percibimos cuando nos cruzamos, cuando nos encontramos, cuando te permitiste la licencia de escucharme y dejar que te insinuara alguna de las cosas que me estabas inspirando.
Siempre, en todos estos pedacitos de recuerdo que trato de unir para armar el rompecabezas de lo que podríamos haber convertido en un gran recuerdo, encuentro tu brazo extendido conservando la distancia. Y yo no me atrevo a hacer nada para sortearla.
Sin embargo, de vez en cuando, la vida todavía nos enfrenta.
Los dos sabemos que estamos cerca del sendero que nos conducirá al final del laberinto.

Es que la vida se nos va, irremediablemente, solapadamente, cautelosamente. Silenciosamente.
Y no podremos hacer nada para detenerla.
Antes de que eso ocurra, ¿alguna vez nos arriesgaremos a la sinceridad?
¿Alguna vez, te atreverás a sostenerme la mirada?
Alguna vez, ¿me atreveré a confiarte cuántas veces te estuve pensando?
Alguna vez, ¿dejaremos de eludirnos y podremos hablar como un hombre y una mujer que alguna vez pudieron haber soñado con amarse?

miércoles, 30 de mayo de 2007

Igual que antes


Tus manos eran blancas, largas y firmes. Yo las veía estirarse sobre la mesa tomar la hoja de papel, acomodarla, acariciarla, como si estuvieras enamorado de ella. Y hasta le tuve envidia, te lo confieso.
Tus ojos eran dulces, de mirar cálido, confidente. De vez en cuando, se volvían hacia mi y me dedicaban un retacito de ternura. Pero de inmediato, volvías a desviar la mirada: no fuera que se me ocurriera alguna interpretación apresurada, tal vez demasiado audaz, de la intención de tu mirada.
Tus labios eran finos, se estrechaban de tanto en tanto para dar forma a una sonrisa, una sonrisa que ojalá hubiera estado dedicada pura y exclusivamente a mí. Esa sonrisa tuya tan bella, que te transportaba al tiempo aquel en que nos cruzábamos a diario en la puerta de tu casa, cuando intercambiábamos un breve saludo, que siempre acompañabas con un movimiento de cabeza, y yo me quedaba allí, buscando detener el tiempo mientras tu automóvil se alejaba para doblar en la esquina, rumbo a tu trabajo.
Tu cabello era fino, delgado, y caía sobre tu frente para forzarte a levantar la mano y volver a colocarlo en el sitio que, obstinadamente, te habías empeñado en destinar para él.
Tu voz, cálida, tierna, amable, de inflexiones gentiles y generosas, llegaba hasta mí como los acordes de una música inolvidable, guardada en algún recóndito rinconcito de mi alma. Tu voz, al igual que antes, conserva inalterable su poder de emocionarme.
(¿Será posible? No puede ser, me dicen, si las voces se van engrosando con el tiempo, adoptan tonos más graves, más severos, se van tornando viejas y cansadas, como sus dueños...)
¡Pero si vos nunca serás viejo! ¡Pero si yo nunca seré vieja!
Porque más allá del tiempo que ha transcurrido en nuestras vidas, más allá de las experiencias que hemos ido acumulando por separado, vos serás siempre vos, y yo, siempre la misma.
Seré siempre la que se enamoró aquel día lejano, hace ya tanto tiempo, cuando por primera vez me saludaste con un sencillo y amable: "buenos días".
Y te sigo mirando, delante de todos y sin que nadie lo perciba (al menos, eso creo...) como el hombre perfecto de mis sueños de jovencita, de mujer soñadora, de señora que no puede evitar caer fascinada ante el poder de los recuerdos.
Te miro, frente a todos, te escucho, te sonrío, y sin palabras, como antes, te sigo contando que te quiero.**

lunes, 28 de mayo de 2007

Te extraño, te pienso, te amo


Te escribo esta carta que nunca leerás y lo hago tal vez por eso: porque pienso que nunca la leerás.
En esta tarde gris, húmeda y pesada, te extraño. Sé que estás cerca, apenas a unas cuadras de distancia, apenas al alcance de un llamado telefónico, apenas del otro lado de esta pantalla que podría unirnos como un hilo invisible si ocurriera que al mismo tiempo que yo lo hago, te dispusieras a leer esos mensajes que en vano te envío, sin tener respuesta alguna.
Te pienso. Te imagino trabajando, con el ceño fruncido, concentrado en alguno de tus proyectos, aislado del mundo real donde los sentimientos podrían perturbarte. Porque yo sé que usas tu trabajo como un defensa, como una muralla protectora detrás de la cual puedes esconderte, sintiéndote momentáneamente protegido.
Porque a veces, también el amor puede convertirse en un peligro. Cuando llega tarde, cuando llega a destiempo, cuando llega cuando ya pensábamos que no había lugar más que para la resignación, los recuerdos y las nostalgias.
Tarde. Pero, ¿quién decide cuándo es tarde para vestirse nuevamente de sueños? ¿Quién decide cuándo es tarde para mirar con ternura, para sentir ansiedad de besos, impulsos de locura?
Las preguntas tienen respuestas escondidas, que los dos podemos descifrar. Las respuestas podrían ser el lazo que nos una, aunque parezca tarde para algunos, absurdo para otros e incomprensible para los demás.
Mientras tanto, seguirás buscando refugio en tu trabajo. Y yo, en mi novela inconclusa, un cuento breve, un poema que llama a la esperanza.

viernes, 25 de mayo de 2007

El nacimiento de los sueños


Querida amiga:

Quiero contarte lo que pienso de los sueños, ahora que me has contado los tuyos, estos nuevos y maravillosos sueños que han empezado a enriquecer tu vida.


Los sueños son criaturas vivientes, imprescindibles para dar sentido a nuestra existencia.
Los sueños no necesitan largo tiempo de gestación, pero a veces pueden encontrarse en forma de embrión, escondidos en algún recóndito espacio del alma humana.
Aún así, los sueños no pueden ser detectados mediante ecografías, ni descubrirse con tomografías computadas ni resonancias magnéticas.
El nacimiento de los sueños llega de improviso y es indoloro y dichoso, aunque no se sabe muy bien cómo se origina. Algunas veces, es por el contacto de una mano en la espalda, por un intercambio de miradas, por una voz que despierta sensaciones especiales. O por la emoción causada por un paisaje. O ante el desafío de enfrentar una nueva experiencia, de conocer nuevos mundos o abrirse caminos diferentes.
Al contrario de los seres humanos, los sueños siempre nacen fuertes y autosuficientes; pero con el transcurso del tiempo pueden comenzar a debilitarse, perdiendo energías y vitalidad hasta desdibujarse y disolverse en la nada.
Por eso, cuando sentimos que un sueño nuevo ha llegado a nuestro mundo, debemos aprender a cuidarlo y protegerlo. Debemos alimentarlo, nutrirlo, acariciarlo, mimarlo, fortalecerlo, llevarlo con nosotros permanentemente. No debemos abandonarlo un solo minuto, ni hacerlo a un lado por conveniencia, ni ceder su espacio por ningún motivo.
Además, debemos asegurarnos de seguir creciendo con ese sueño, porque él será nuestro mejor escudo para vencer dificultades, para superar las pruebas y para sobrevivir a las decepciones de la vida.
Y ante todo, siempre, debemos celebrar el nacimiento de un sueño, con entusiasmo, con auténtico regocijo y con mucho amor.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Tristeza de una tarde de verano


Estoy triste. No sé por qué. No podría explicar el motivo si alguien me pidiera que lo haga.
Los que me ven desde afuera, dirán que tengo todo lo necesario en la vida para estar contenta.
Soy joven aún -sí, lamentablemente debo agregar la palabrita: "aún..."- no soy fea, dispongo de un apreciable caudal de inteligencia, una vocación bien desarrollada que me permite sublimar esos deseos condenados a la insatisfacción permanente que me acompañan como una cruz, una familia razonablemente sana y bella, gente que me quiere, gente que me aprecia, hasta gente que me admira...
Y sin embargo, estoy triste.
¿Será porque, como a casi todo el mundo, se me ocurre que sería lindo tener lo que no está al alcance de mi mano?
¿O será porque, como le ocurre a muchos, no puedo contarle a nadie los sueños que protejo como niños desvalidos, ocultos en el fondo de mi alma?
¿Será porque sospecho que la única persona que podría comprenderlos no debe enterarse de ellos?
¿Será porque estoy segura de que no puedo confiar a nadie la intensidad de ese fuego que me consume, que me devora, que me quita el sueño y convierte mi vida en un simple discurrir de fantasías inconclusas?
Hace calor. El calor es intenso, sofocante, y pesa sobre mis hombros agobiados por demasiadas decepciones, los abate, me convierte en una imagen lastimosa de la mujer llena de ilusiones que muchos me repiten que ven en mí.
Estoy triste, pero me veo obligada a disimular mi tristeza. A ocultarla. A esconderla como una marca ignominiosa.
Simplemente, porque mi tristeza es solamente mía.
Mi nostalgia es un bien mío, que nadie puede compartir. Ojalá alguien pudiera. Pero no puede ser.
Y mientras la tarde verano transcurre con su calor inmenso y agobiante, me pongo a llorar.

martes, 22 de mayo de 2007

El aniversario



Hace tantos años, cuando éramos muy jóvenes, creíamos tantas cosas, confiábamos en la gente, teníamos tantos sueños, teníamos tanto amor, los ojos llenos de ternura, las manos llenas de caricias, la voz plena de dulzura y tantas ganas de luchar...
Mirábamos adelante con confianza y ni siquiera notábamos nuestra pobreza, los zapatos gastados, la ropa descolorida, que ya se iba haciendo pasada de moda.
Y ahora no sé... Ahora ya ni siquiera importa cuándo fue, no importa la fecha que nos casamos, preferimos olvidarlo, pasarlo por alto, hacer de cuenta que no existe. ¿Qué vamos a festejar?
¿Con qué risas reiremos, de qué reiremos, si no hay amor, ni pasión, ni ternura, ni cariño, ni siquiera amistad, ni comprensión, ni nada?
Pero teníamos tantas cosas entonces, cuando no teníamos nada...
Cuando yo no me maquillaba, ni tenía noción de cuál era la ropa de moda, ni de qué canción era la más escuchada, porque no había radio ni televisión ni discos ni nada que nos importara más que aquel amor y nuestros sueños.
Pero un día algo se quebró. ¿Cuándo?
Quizás fue cuando no me abrazaste al saber que tendríamos un hijo, cuando no me sonreíste y te quedaste mirándome con rabia, con enojo, y luego con pena, cada vez con más y más pena, y me diste tanto silencio. Días y días de silencio.
Y nuestra hija nación sin que la amaras, sin que la desearas, sin que te alegraras de su llegada a este mundo. Y se murió. Sí, ya sé que no fuiste quién la mató. Tal vez, hasta fue mejor así, mejor que ella no conociera este mundo de mentiras, de promesas que jamás se cumplirán, de sueños que sólo son engaños de nuestra fantasía.
Pero desde entonces, algo entre nosotros no volvió a funcionar.
La luz, nuestra luz, quedó ensombrecida.
Y tuvimos tiempo para pensar, para cambiar, para crecer y para recapacitar y descubrir el valor real del dinero y aprender que la gente miente, y que los amigos pueden ser falsos y los ideales equivocados. Y algo se perdió con nuestra ingenuidad, algo se murió con nuestra inocencia, algo hermoso, dulce, irrecuperable: el amor.
Estamos juntos un año más, pero ¿de qué sirve?
Somos dos extraños que yacen juntos en la misma cama, que permanecen quietos en la oscuridad, con la vista fija en el cielorraso, recordando el tiempo en que el roce de nuestras manos era una caricia, cuando un beso era un gesto de amor y teníamos tantas palabras para comunicarnos tantas cosas.
Ya no nos queda ni un poco de deseo, ya no tenemos ganas de contarnos nuestras penas, nuestros cansancios, nuestros anhelos. No hay nada en común, salvo recuerdos, recuerdos que tendríamos que salvar, que rescatar del dolor del menosprecio, de los días de en que la indiferencia se convierta en odio y la amargura de tener que estar juntos nos haga enemigos.
Alguien levantará una copa para brindar por aquel día, hace tantos años. Reirán y dirán: “¡Qué lindo!” Pero ellos nos saben que hace mucho tiempo que dejamos de estar juntos, que cada uno tiene su propio camino, aunque no nos atrevemos a decirlo en voz alta.
Me darás un regalo y para mí será una burla, casi una ofensa. ¿Qué sentido tiene, de qué sirve?
No sé para qué encender las luces y reunir a la familia, por qué oír chistes, risas, y ver caras contentas que no entienden lo que nos pasa. Estamos tristes, estamos de duelo, estamos llenos de dolor, estamos vestidos de silencio. Tenemos un muerto allí, en las sombras, quieto y frío: es nuestro amor.
Luján, 1980

lunes, 21 de mayo de 2007

Sueño de una noche de verano


Sueño que voy a verte.
Sueño que me sonríes con esa sonrisa feliz, cordial y generosa que pone castañuelas en mi alma.

Sueño que te saludo con un beso y ese beso tímido y fugaz me transmite la tibieza de tu piel y pone fin al desvelo de la espera.

Sueño que me hablas y el sonido de tu voz es como la vibración musical de un teclado bajo las hábiles manos de un artista, que atraviesa mi piel, se funde en mis entrañas y se transforma en arpegios de dicha y fantasías.

Sueño que te miro, y la reconstrucción paciente y generosa de tu rostro, de tus ojos, de los movimientos de tus manos, se convierte de nuevo en esa fuente de placer que siempre ha sido mirarte. Descubrirte. Reconocerte y volver a enamorarme, como la primera vez que te cruzaste en mi camino.

Sueño que te hablo. Sueño que absorbes con avidez cada una de mis palabras. Tus ojos siguen atentos mis gestos, mis ademanes, mis movimientos, como si quisieras atesorarlos en tu retina para rescatarlos cuando ya no me tengas cerca. Sueño que me escuchas y me entiendes, más allá de lo que diga, más allá de lo que me guarde en el silencio.

Sueño que te importo. Sueño que me amas. Sueño que te estoy soñando...
Y en ese sueño, sueño que soy feliz.

domingo, 20 de mayo de 2007

Te recuerdo


A veces, de repente, te recuerdo.
Te apareces de improviso, hombre perdido en el remolino de los tiempos, tal como eras entonces, cuando yo te amaba. Las imágenes me invaden, me poseen, me dominan, con una fuerza dolorosa y despiadada.
Te apareces tú.
Aparece tu rostro, con aquella expresión mezcla de desconfianza y de ternura con que me estudiabas mientras te confiaba mis pesares.
Tu frente, donde un intrincado dibujo de tiempos, de preocupaciones y de penas se asentaba sin resistencia alguna.
Tus ojos, en los que la obstinada decisión de mostrar una dureza inexistente sucumbía ante la audacia de aquel amor tardío que te negabas a aceptar como parte real del bagaje de tu vida.
Tus labios, luchando por negarse a la búsqueda del beso, a la entrega de las palabras de cariño que temías como un lazo corredizo apretado a tu cuello.
Tu cuerpo amado. Tu cuerpo deseado en abrazos tantas veces contenidos, controlados, dominados por la férrea decisión de esperar la llegada de tus tiempos, esos tiempos que nunca pudieron emparejarse con los míos, esos tiempos devenidos en esperanzas defraudadas, abortadas, diluidas en el paso de los días, las semanas y los meses, incineradas en medio del fuego de una pasión que no pudo ser apagada por tus besos.
Tu voz, llega también. Tu voz como un vino caliente y turbio, embriagadoramente fuerte, llenándome los poros, ingresando al torrente de mi sangre encendida por el deseo de sentirte mío, de compartir tu mundo, de saberte compañero final de este sendero sin retorno que es la vida.
Pero no pudo ser. No lo quisiste. Te negaste a pronunciar las palabras adecuadas. Te negaste a aceptarme, a reconocerme, a involucrarme en tu universo. Y entonces me forzaste a decir una sola, simple, trágica, terrible, dolorosa, imponente palabra que barrió como un huracán las vacilantes ilusiones que aun se empecinaban en conservar su espacio entre nosotros. Dije "adiós".
El tiempo se fue extendiendo como un desierto de límites infinitos, tu imagen se fue diluyendo, volatilizando, evaporando, convirtiéndose en pasado. Transformándose en fantasma. Ese fantasma que regresa sin aviso previo, furtiva y silenciosamente, cuando menos lo espero.
Es así de simple.
A veces, de repente, te recuerdo. Y corroboro, una vez más, que el único amor que se mantiene incólume a través de los tiempos es el que no pudo consumarse.
Las lágrimas aún mojan mi rostro al evocarte. Y pronuncio tu nombre en voz muy baja, quedamente, como un rezo, para que nadie pueda descubrir quién fuiste.***