
Una vez la mujer tuvo un amor que le obsequiaba bellísimos ramos de flores, fragantes y coloridas. Invariablemente, ella las recibía en sus manos, las miraba con placer, aspiraba su fragancia y las sostenía largo rato contra su pecho, sintiendo que de alguna manera las flores le transmitían la calidez de una amor que, si bien no compartía de la misma manera, le conmovía por su sinceridad inocultable. Luego, colocaba el ramo en un jarrón de cristal tallado, que ubicaba en un lugar visible de la casa, donde todo el que llegara pudiera admirarlas.
Con el tiempo, la relación fue marchitándose, de la misma manera que las flores con el correr de los días. A veces, ella tomaba alguna de las aquellas flores y las guardaba prensadas entre las páginas de un pesado libro, donde habrían de conservar, al menos, parte de su belleza original.
Una vez, la mujer tuvo un amor que la agasajaba regalándole cajas de bombones, envueltas en vistoso papel de colores. Ella las recibía con un brillo entusiasta en los ojos, la sostenía entre sus manos con aprecio, y finalmente, las abría con premeditada lentitud, hasta llegar al dulce contenido. Entonces, escogía uno de ellos, lo desenvolvía despaciosamente, y se lo llevaba a la boca, ante la mirada arrobada del aspirante a novio.
Con el paso de las semanas, aquella relación se fue disolviendo, como un trozo de chocolate en una boca ansiosa. Ella conservó las primorosas cajas, que utilizó para guardar las esquelas con palabras amorosas que habían acompañado cada obsequio.
Una vez, la mujer tuvo un enamorado que le expresaba su amor con costosas alhajas, alojadas en discretos estuches. Ella los recibía con un estremecimiento, imaginando el valor material de aquel obsequio, y cada vez que levantaba la tapa del estuche, sus ojos se extasiaban en el brillo dorado de su precioso contenido.
Al cabo de unos meses, el hombre perdió el entusiasmo por la relación y ella aceptó el alejamiento sin demasiada tristeza. En realidad, su presunto amor no había sido otra cosa que deslumbramiento. Devolvió la mayoría de las alhajas, aunque conservó el primer anillo y un par de aretes que le habían fascinado y lucía de tanto en tanto, en alguna ocasión especial.
Una vez, la mujer tuvo un amor maduro, sereno y gratificante, que le dio nueva belleza a su vida. El hombre nunca le obsequió flores, ni bombones, ni joyas; en cambio, le entregaba el regalo de su tiempo, su comprensión, su paciencia y el afecto silencioso de su mirada amable. El la escuchaba con atención cuando ella hablaba, respondía a sus preguntas y reía alegremente festejando sus bromas; la hacía sentir importante, valiosa, útil y necesaria. Con el paso de los días, la mujer fue recuperando su entusiasmo por la vida, su interés por sentirse bella, su deseo de hacer realidad nuevos proyectos e iniciar caminos hacia la esperanza. Recobró la sonrisa, la capacidad para la fantasía, la energía para la lucha y supo que podía amar aún sin esperanzas de ser amada de la misma manera.
Un día, la vida puso fin a aquel encuentro, porque el hombre tuvo que seguir su camino y ella continuó su rumbo. Entonces, agobiada por la soledad y la nostalgia, la mujer abrió el viejo arcón de los recuerdos y encontró el libro con las flores marchitas, aplastadas entre sus páginas. Las cajas con esquelas amarillentas con frases de amor joven. Los estuches revestidos de terciopelo, donde guardaba las apreciadas joyas. Pero no sintió nada especial al contemplarlos.
En cambio, los recuerdos que aquel hombre le había dejado estaban allí, guardados en su interior como tesoros invalorables, intensos, generosos y cálidos, entibiando su alma. Sin necesidad de palabras, supo que el mejor regalo recibido en toda su vida era el tiempo que “él” le había dado, compartiendo sus alegrías, sus dudas y sus tristezas. Y que, tal vez sin saberlo, los dos habían estado construyendo recuerdos que habrían de acompañarlos durante toda su vida.***
Con el tiempo, la relación fue marchitándose, de la misma manera que las flores con el correr de los días. A veces, ella tomaba alguna de las aquellas flores y las guardaba prensadas entre las páginas de un pesado libro, donde habrían de conservar, al menos, parte de su belleza original.
Una vez, la mujer tuvo un amor que la agasajaba regalándole cajas de bombones, envueltas en vistoso papel de colores. Ella las recibía con un brillo entusiasta en los ojos, la sostenía entre sus manos con aprecio, y finalmente, las abría con premeditada lentitud, hasta llegar al dulce contenido. Entonces, escogía uno de ellos, lo desenvolvía despaciosamente, y se lo llevaba a la boca, ante la mirada arrobada del aspirante a novio.
Con el paso de las semanas, aquella relación se fue disolviendo, como un trozo de chocolate en una boca ansiosa. Ella conservó las primorosas cajas, que utilizó para guardar las esquelas con palabras amorosas que habían acompañado cada obsequio.
Una vez, la mujer tuvo un enamorado que le expresaba su amor con costosas alhajas, alojadas en discretos estuches. Ella los recibía con un estremecimiento, imaginando el valor material de aquel obsequio, y cada vez que levantaba la tapa del estuche, sus ojos se extasiaban en el brillo dorado de su precioso contenido.
Al cabo de unos meses, el hombre perdió el entusiasmo por la relación y ella aceptó el alejamiento sin demasiada tristeza. En realidad, su presunto amor no había sido otra cosa que deslumbramiento. Devolvió la mayoría de las alhajas, aunque conservó el primer anillo y un par de aretes que le habían fascinado y lucía de tanto en tanto, en alguna ocasión especial.
Una vez, la mujer tuvo un amor maduro, sereno y gratificante, que le dio nueva belleza a su vida. El hombre nunca le obsequió flores, ni bombones, ni joyas; en cambio, le entregaba el regalo de su tiempo, su comprensión, su paciencia y el afecto silencioso de su mirada amable. El la escuchaba con atención cuando ella hablaba, respondía a sus preguntas y reía alegremente festejando sus bromas; la hacía sentir importante, valiosa, útil y necesaria. Con el paso de los días, la mujer fue recuperando su entusiasmo por la vida, su interés por sentirse bella, su deseo de hacer realidad nuevos proyectos e iniciar caminos hacia la esperanza. Recobró la sonrisa, la capacidad para la fantasía, la energía para la lucha y supo que podía amar aún sin esperanzas de ser amada de la misma manera.
Un día, la vida puso fin a aquel encuentro, porque el hombre tuvo que seguir su camino y ella continuó su rumbo. Entonces, agobiada por la soledad y la nostalgia, la mujer abrió el viejo arcón de los recuerdos y encontró el libro con las flores marchitas, aplastadas entre sus páginas. Las cajas con esquelas amarillentas con frases de amor joven. Los estuches revestidos de terciopelo, donde guardaba las apreciadas joyas. Pero no sintió nada especial al contemplarlos.
En cambio, los recuerdos que aquel hombre le había dejado estaban allí, guardados en su interior como tesoros invalorables, intensos, generosos y cálidos, entibiando su alma. Sin necesidad de palabras, supo que el mejor regalo recibido en toda su vida era el tiempo que “él” le había dado, compartiendo sus alegrías, sus dudas y sus tristezas. Y que, tal vez sin saberlo, los dos habían estado construyendo recuerdos que habrían de acompañarlos durante toda su vida.***