martes, 26 de junio de 2007

La felicidad es una mariposa


La felicidad es una mariposa, que gira incansablemente delante de nuestros ojos.
Una mariposa de colores vibrantes, alegres y brillosos, que aletea, gira, se aproxima y se aleja, provocadoramente.
De pronto, se detiene sobre el pétalo de una flor y parece que va a perpetuarse allí, aspirando su aroma. O se posa sobre el alféizar de una ventana, o sobre el marco de una puerta, o al borde de la mesa del jardín.
Y permanece allí, tan frágil, pero a la vez tan sólida en la fuerza que le da el disfrute de su libertad, al alcance de nuestras manos, entregándose, convocándonos en un silencioso.

Entonces, sucede que extendemos la mano y la tomamos, suavemente, respetuosamente, casi con miedo de dañarla. La miramos, con ojos afectuosos, amantes, dichosos... y la retenemos entre los dedos, sabiendo que si la soltamos volverá a marcharse, aleteando grácil y preciosa, en busca de un nuevo destino. Pero como no queremos renunciar a su belleza, buscamos como conservarla. Y solo encontramos un recurso: colocarla entre las páginas de un libro, un libro apreciado, amado, protegido y valorado, que se convertirá en su carcelero. Y en su verdugo, también. Porque allí morirá la mariposa, aunque conserve su forma y sus colores. Aunque nunca escapará, dejará de ser ese ser dichoso y frágil que deseábamos tener entre los dedos. Entonces, habrá dejado de ser la felicidad para nosotros y saldremos a buscar una nueva mariposa.

De repente


De repente, se me ocurre que vamos a encontrarnos en alguna calle de Buenos Aires.
Tal vez mientras esperamos el cambio de luces de un semáforo para cruzar una avenida.

O quizás, te lleve por delante cuando estás saliendo de un negocio.
O nos crucemos en alguna esquina, simplemente.

Se me ocurre que vamos a vernos muy cambiados. Los dos con kilos de más: vos, con menos cabello; yo, con más arrugas. Pero vamos a reconocernos, igual.
Se me ocurre que vamos mirarnos con el asombro de descubrir que aún podemos coincidir en los mismos sitios. Después nos daremos la mano, o un beso fugaz en la mejilla, como hace todo el mundo cuando se saluda.

Se me ocurre que tu voz va a ser la misma y mi sonrisa tendrá idéntica alegría que tenía entonces, y vas a decirme lo mismo que antes me decías para frenar mis fantasías: "por favor, no idealices, situaciones...".
Se me ocurre que vas a invitarme a un barcito para tomar un café juntos, como solíamos hacerlo.

Se me ocurre que vamos a formular preguntas obvias, elementales, previsibles: "¿cómo estás?", "¿qué fue de tu vida todos estos años?", "¿cómo están tus hijos?", "¿dónde estás trabajando ahora..?."
Pero habrá una pregunta que no me atreveré a hacerte, una pregunta que quedará escondida en un silencio, en el brillo de mi mirada, en el temblor de mis manos.
¿Has vuelto a enamorarte de otra mujer en estos años?
¿Has pensado alguna vez en mí, me has recordado?
¿Has sentido nostalgias de nuestros encuentros...?

Se me ocurre que vas a asombrarte de todo lo que tengo para contarte: que me divorcié, que volví a enamorarme, que me casé de nuevo, con un hombre que estuvo dispuesto a darme todo lo que no te atreviste a ofrecerme.
Te contaré que hice cosas que antes no había hecho, que trabajé y fui reconocida en mi trabajo, que fui aplaudida, que edité un libro y firmé autógrafos, que ofrecí charlas a jóvenes que me admiraban. Que comencé luchas impensables en aquella vida mía que conociste, hace ya tanto tiempo.

Se me ocurre que también tendrás muchas cosas para contarme. Pero, conociéndote, sé que no voy a sorprenderme cuando me entregues esa síntesis apretada y escueta que siempre supiste hacer de tu existencia. Y se me ocurre que sentiré la tristeza oculta en tu mirada, la nostalgia de tu voz y una pretérita ternura deslizándose en el apretón de mano de nuestra despedida.
Que me daré vueltas varias veces para mirarte, mientras te quedas viéndome partir, como hiciste siempre, aunque no sé si podrás sentir al menos algo de lo que sentías antes. Y que sentiré la misma tristeza y probablemente me preguntaré por qué tuvimos que encontrarnos nuevamente, después de años de vidas separadas, de distancia y de silencio entre los dos.

De repente, se me ocurre que mejor sería que no te encuentre nunca. Que sigas siendo un recuerdo. Un recuerdo evocado tiernamente, amablemente, cada vez que la vida me da tiempo para pensarte. *

miércoles, 13 de junio de 2007

Despedida


Me voy. Me voy por el mismo camino por el que llegué un día, con un año más de vida, un poco más cansada, algunas ilusiones menos y mucha tristeza.
Me voy. Me voy sintiendo que no hice lo suficiente, pero al menos por un tiempo puse lo mejor de mí para lograr que mis sueños se hicieran realidad. Estos sueños trasnochados, fantasiosos, quiméricos y hermosos, que enarbolé orgullosa e inútilmente durante tanto tiempo...
(Pero los sueños no siempre se hacen realidad. Los sueños son criaturas vivientes, que se gestan lentamente en nuestras entrañas y un día nacen sin saber si su vida será breve o extensa. Y, sobre todo, sin tener certeza de que pueden convertirse en realidad)
Me voy. Me voy despacito, pisando estas hojas de otoño que para algunos son bellas y para otros, no representan más que un trabajo añadido a las tareas cotidianas. Hojas que fueron vida, protección y amparo, y hoy se han convertido en alfombra crujiente bajo los pies del caminante.
(Caen las hojas, siguiendo el destino ineludible que les ha fijado la naturaleza, y los árboles extienden sus ramas desnudas como brazos suplicando una nueva vestidura. Que llegará, sin duda alguna, respondiendo al mismo destino, con el nacimiento de la primavera)
Me voy. Acepto que la vida me ha brindado un nuevo desencanto. Que la pena ha vuelto a convertirse en una compañera fiel y solitaria. Que los meses perdidos en la espera me han dejado un hueco en el alma, un hueco que ignoro cuándo volveré a llenar.
(Porque dicen que todos los espacios vacíos terminan siendo ocupados nuevamente, y los sueños frustrados siempre se reemplazan por otros que podemos generar. Tal vez a mí me ocurra lo mismo, alguna vez...)
Me voy. Me voy sin decir adiós, fingiendo una sonrisa y sin palabras. Simplemente mirándote a través de las lágrimas que siempre, obstinadas y celosas, se empecinan en acompañarme.
Me voy. Me voy pensando qué fácil hubiera sido retenerme, con solo extender la mano a tiempo. Si solo te hubieras atrevido a terminar con la complicidad de ese silencio obstinado, solemne, cobarde, mentiroso, que siempre compartimos. Si tan solo una vez te hubieras atrevido a buscar la libertad que se esconde detrás de nuestras verdades interiores y profundas.
(Pero la libertad es un desafío imponente y a veces elegimos el espacio acotado y reducido que nos ofrece el mundo real. Y entonces, matar los sueños se convierte en un pecado menor que ni siquiera se castiga con la cárcel)
Me voy. Me voy como un día llegué, sincera y adornada por el rubor de este amor escondido, profundo e inalterable. Me llevo conmigo esas palabras nunca pronunciadas y las caricias perdidas.
Solamente eso quería decirte: que me voy.*

martes, 5 de junio de 2007

Encuentros en el laberinto


¿Cuántas veces nos hemos cruzado en este intrincado laberinto que es la vida?
Van surgiendo pedacitos de recuerdos y los voy ensamblando como las piezas de un rompecabezas, pero cada vez que va cobrando forma, aparece uno nuevo y debo recomenzar.
Pero recuerdo:
A veces, nos enfrentamos de repente, coincidiendo al doblar en alguno de esos senderos que se entrecruzan y cortan caprichosamente. Nuestras miradas se encontraba y siempre uno de los dos era el primero en desviarla, luego de saludarnos con un movimiento de cabeza.
Algunas veces, nos encontramos en un lugar circunstancialmente común. Entonces, hubo un brazo extendido y un fugaz apretón de manos, un "cómo-está", una sonrisa casi avergonzada y dos miradas eludiéndose para ocultar preguntas que ninguno se atrevía a formular. Después, cada cual retornaba a su mundo cotidiano.
Otras veces, nos vimos desde lejos, avanzando en dirección opuesta por un mismo sendero. Nos miramos tratando de fingir que no lo hacíamos, y cuando parecía que íbamos a rozarnos, te apartabas lo suficiente para eludir la posibilidad del contacto y continuabas con el mismo paso, luego de un saludo apenas musitado.
Algún día coincidimos en un espacio común y pareció normal que conversáramos, pero fueron palabras serias, formales, circunspectas, que no dejaban nada para ser evocado.
Otras, casi un milagro de audacia, nos detuvimos para intercambiar unas palabras amistosas, un comentario amable, un recuerdo que la vida se había empeñado en convertir en compartido. Pero siempre quedaron palabras escondidas en silencios, palabras asomadas en miradas elusivas, en sonrisas apenas esbozadas.
Entre cada encuentro el tiempo continuaba fluyendo, llevándose ilusiones y fantasías juveniles, y dejando las huellas que fueron modificando nuestro cuerpo, pero que no pudieron llegar a transformarnos. Por eso, a pesar del cambio gradual de nuestra imagen, seguimos reconociéndonos.
Eras vos, y era yo. O era "usted" y era "yo". Eramos.
Sentimos -yo sé que siempre lo has sentido- que había una fuerza irracional que nos atraía y que, obstinadamente, los dos nos esforzamos siempre en resistir. Supiste -estoy segura de que lo supiste- que te admiraba, que te sentía hermanado en algún sueño de esos que pocas veces te atreviste a mencionar, pero que yo fui descubriendo con un paciente trabajo de unir palabras y señales que habías ido dejando, queriendo y sin querer, a sabiendas o instintivamente, para que yo las encontrara.
Hubo momentos en que vi tus ojos iluminados por la luz de la revelación. Entonces, pensé que me estabas descubriendo. O redescubriendo. O reconociendo, después de haberme imaginado -porque yo sé que alguna vez me estuviste imaginando- y que ese reconocimiento te había deslumbrado.
Pero enseguida desviaste la mirada. Continuaste desviando la mirada, como siempre, como fue desde la primera vez que nos cruzamos en alguna parte del camino, hace ya tanto tiempo.
Me hablabas, me sonreías, me extendías la mano para un saludo que sólo una vez dejó de ser demasiado formal para tomar la temeraria forma de un beso en la mejilla, y siempre, inevitablemente, te empeñaste en establecer una distancia entre los dos. En esa distancia era como un vacío protector para alejarte del peligro de esa atracción que siempre percibimos cuando nos cruzamos, cuando nos encontramos, cuando te permitiste la licencia de escucharme y dejar que te insinuara alguna de las cosas que me estabas inspirando.
Siempre, en todos estos pedacitos de recuerdo que trato de unir para armar el rompecabezas de lo que podríamos haber convertido en un gran recuerdo, encuentro tu brazo extendido conservando la distancia. Y yo no me atrevo a hacer nada para sortearla.
Sin embargo, de vez en cuando, la vida todavía nos enfrenta.
Los dos sabemos que estamos cerca del sendero que nos conducirá al final del laberinto.

Es que la vida se nos va, irremediablemente, solapadamente, cautelosamente. Silenciosamente.
Y no podremos hacer nada para detenerla.
Antes de que eso ocurra, ¿alguna vez nos arriesgaremos a la sinceridad?
¿Alguna vez, te atreverás a sostenerme la mirada?
Alguna vez, ¿me atreveré a confiarte cuántas veces te estuve pensando?
Alguna vez, ¿dejaremos de eludirnos y podremos hablar como un hombre y una mujer que alguna vez pudieron haber soñado con amarse?